sábado, abril 06, 2024

ECLIPSE (Julio 1991)

 

A lo largo de mi vida he tenido la posibilidad de vivir varios eclipses totales de Sol (posiblemente el más remoto de que tengo recuerdo lo ví a mediados de los años sesenta desde Bogotá). Pero sin duda alguna el que más me ha conmovido, especialmente por su duración (siete minutos y dos segundos) lo viví desde Caloto (Cauca) el 11 de Julio de 1991 y fue este que describo en este artículo que se publicó por primera vez en El Liberal de Popayán y que luego quedó incluido en el libro "La letra con risa entra" (1996). Las fotos que lo ilustran fueron tomadas por José María Arboleda Castrillón El más reciente lo viví desde Armenia el 14 de Octubre de 2023


El eclipse total de Sol de pasado mañana (Abril 8 de 2024) visible a lo largo de una larga franja que cruza a América del Norte, no lo voy a poder vivir de manera directa, pero espero poderlo seguir a través de los medios de comunicación. Que no es lo mismo, claro... pero tocará así.


Al final de este artículo encontrarán los links a varios de esos eclipses que, como escribí al principio, he tenido oportunidad de vivir. Ahí va:


ECLIPSE

María Alejandra Cárdenas, que debe tener como siete años, estaba lloran­do. Yo también estaba llorando, pero me acordé del telescopio y de que queda­ban menos de cuatro minutos para que terminara la fase total. Entonces corrí hacia el aparato, volteé el ocular que había estado proyectando el disco del Sol sobre una pequeña pantalla de papel, montada al fondo de una caja de madera de fabricación artesanal, me sequé los ojos y apunté directamente el tubo a la lengua de fuego de color rosado que brotaba del polo sur del disco solar.

Era el pasado 11 de Julio. Yo debía haber estado en esa fecha presentan­do un trabajo en la Universidad de California, en Los Angeles, pero, para ser franco, cuando supe que habían surgido problemas de última hora para finan­ciar mi asistencia por parte de la Fundación Fulbright, no hice esfuerzo alguno para que se solucionaran: sabía que se trataba -cuestión de jerarquías y de prio­ridades- de cambiar una visita a Los Angeles por una entrevista personal con Dios. Por la posibilidad de mirar a Dios cara a cara, como lo estaba haciendo en ese momento, desde la cancha de fútbol de San Nicolás, una vereda de po­blación negra del municipio de Caloto, en la zona norte del Departamento del Cauca, como a una hora y media de camino desde Popayán.

Habíamos llegado allí en busca de un agujero entre las nubes que nos permitiera ver el eclipse solar. Una tenue -pero en ese momento cruel, imperti­nente y malévola- llovizna se dejaba caer sobre nosotros mientras, detrás de las tupidas nubes, la Luna había comenzado a ocultar la luz del Sol. En algún momento, cuando se agudizó la lluvia, volvimos a desmontar el telescopio y a guardar en la bodega del carro nuestros aparejos de teología experimental.

El escenario de los acontecimientos

Cuando sucedió: cesó la llovizna y las nubes se adelgazaron lo suficien­temente como para que pudiéramos ver el Sol mordido por la Luna a través de los filtros para soldar. Entonces volvimos a armar sobre sus trípodes el telesco­pio y la caja de madera, y sobre la pantalla de papel mantequilla apareció el disco semioculto por la silueta aserrada de la sombra lunar.

Allí estábamos, absortos frente a la pantalla de fabricación artesanal: treinta viajeros -17 adultos y trece niños- más toda la vereda de San Nicolás.

La Luna avanzaba, firme y lenta, sobre el territorio del Sol, un cadejo cada vez más menguante pero cuya luz, aparentemente, no perdía mayor intensi­dad. Hasta que del Sol no quedó más que una pequeña uña de bebé recién corta­da, que brillaba como una esquirla verdosa a través de los vidrios de soldar.

Entonces ocurrió el gran salto: de la acumulación cuantitativa a la revo­lución cualitativa, del todo a la nada, y de la nada a un nuevo todo, pero total, radicalmente diferente. Fue como si en una fracción de un instante se apagara la luz. Y como si simultáneamente, en la oscuridad, se encendiera la corona solar: un disco rosado y vivo, cuya llamas se podían ver bailar a simple vista, como espermatozoides asediando un gran óvulo estelar.

Fue también entonces cuando los grillos comenzaron a cantar y las galli­nas se echaron a dormir, como sombras tridimensionales sobre la cancha de fút­bol de San Nicolás.


En ese momento la mecánica celeste se convirtió en teología experimen­tal, y pudimos percibir la sensación de lo sagrado en toda su visceralidad.

Y fue allí, mientras unos aplaudían y otros gritaban y otros miraban mudos y absortos y otros llorábamos y las gallinas dormían su noche fugaz, cuando todos sin excepción agradecíamos la posibilidad de estar vivos, y de tener ojos para mirar, y de ser capaces de sentir el eclipse con toda la superficie de la piel erizada, y de poder guardar en cada célula la sensación del frío súbito y la oscuridad de lámina de plomo que se apoderó del cielo, y el recuerdo del atar­decer-amanecer equivocado y global.

Durante un poco más de cuatro extraños minutos los relojes parecieron encallar en un pliegue oscuro del espacio-tiempo. Descendieron los termóme­tros, y donde el cielo estuvo totalmente despejado, los planetas se hicieron vi­sibles y las estrellas comenzaron a brillar.


Después se destrabaron los relojes, la Luna se corrió una fracción de gra­do hacia la izquierda, y un rayo de sol puntiagudo logró escapar tras el borde negro de la sierra circular. Perforó la lámina de plomo de la falsa noche. Des­barató de una punzada la magia profunda de la totalidad. La corona del Sol desapareció con sus protuberancias de cerca de medio millón de kilómetros de altura, de manera tan súbita como se había vuelto visible a los observadores de la Tierra. Los gallos cantaron y los pericos, con sus relojes biológicos y sus calendarios engañados, volaron a chillar.

Horas más tarde, nosotros, que nos habíamos reído del desconcierto de las gallinas y los loros, comenzamos a sentir la pesadez nublada del trasnocho que se junta sin intervalos con la madrugada: un cansancio inexplicable y den­so, una tristeza larga del cuerpo, un sabor de alegría y de derrota, de plenitud y de vacío', de muerte y de vitalidad. Una como impotencia frente a la fugaci­dad de los instantes vividos, una imposibilidad absoluta de prolongar un orgas­mo que hubiéramos deseado más largo, más duradero, más permisivo en térmi­nos de habernos podido entregar todavía más, con todos los sentidos, a esa conciencia de estar vivos, de existir... Una certeza de mortalidad. De que nues­tro paso por la conciencia de la Tierra es único, singular e irrepetible, pero lo suficientemente largo como para sentir con la piel y con las vísceras, cuando miramos al Universo Cara a cara, que somos una parte inseparable del Todo, al tiempo qué contenemos, en nosotros mismos, la aterradora, cambiante, inescru­table y profunda inmensidad de lo sagrado.

Popayán, Julio 21 de 1991

Eclipse total de Sol del 2 de Julio de 2019

Eclipse total del 21 de Agosto de 2017

Al final aparecen este mismo artículo y los links a dos eclipses lunares, uno de ellos tambièn con fotos de José María Arboleda Castrillón