lunes, abril 12, 2010

AMANECER DE UNA NOCHE DE AGUACERO

"En abril aguas mil"

LA PROCESIÓN VA POR DENTRO

Textos: Fragmentos de "La Procesión va por dentro" de Gustavo Wilches-Chaux (Popayán, 1999)
El gentío copa todas las calles por donde han de pasar las procesiones, que en Popayán siguen siempre el mismo recorrido, con la forma de la parte alta de una cruz, cuya cabecera mira hacia el sur y cuyos brazos se extienden de oriente a occidente (siendo la calle 4º en su trayecto del Carmen hasta San Francisco, la base de los mismos). Las principales iglesias del Popayán histórico se encuentran sobre ese recorrido.

Si está lloviendo, la gente permanece en las calles, pero atiborrada bajo los aleros, para protegerse del agua. Cuando llueve, la incertidumbre y la desazón se apoderan de todos, porque la procesión no puede salir con aguacero. Todas las mentes confluyen en un esfuerzo tácito para detener el agua: a veces funciona y, cuando la lluvia cesa, la procesión sale. Cuando la noche está seca y, más aún, alumbrada por la luna llena o casi llena, como toca en Semana Santa, no hay problema: la procesión transcurre sin ningún tipo de obstáculo.

Las primeras cuadras no son las mejores si uno quiere ver la procesión organizada, porque debe todavía transcurrir algún trecho, antes de que el desfile adquiera toda su solemnidad y su cadencia. La gente se entera en las calles de que la procesión ya está cercana, por el redoble de los tambores y el sonido de la banda de guerra. Toca entonces acelerar el paso y ubicarse en el sitio escogido para ver el desfile. O donde se alcance.


Los primeros alumbrantes y alumbrantas aparecen sobre los sardineles, obligando silenciosamente a los espectadores a apretarse contra las paredes. El público acepta sin discusión abrirles ese espacio, porque las procesiones está regidas por unas reglas legítimas y tácitas, entre otras, que las filas de alumbrantes deben acompañar la procesión caminando sobre los andenes y no sobre la calle, que debe quedar toda, libre y amplia, para que los pasos avancen sobre el eje de la misma, con todo el espacio a lado y lado que la solemnidad del desfile les exige.


Esta seguramente es la primera procesión que ven en Popayán estas niñitas y estos niñitos embera... y a lo mejor son los primeros embera que ve este policía.

Aparece primero una línea de niños y niñas scouts, seguidos a pocos pasos por los barrenderos.

Con largas escobas de paja, los barrenderos van eliminando de la calzada todo rastro de esa multitud que ha permanecido o transitado por allí durante horas. Toneladas de papeles de todas las texturas y colores, los restos de “la vuelta del maní”, van quedando en las canecas que arrastran los barrenderos sobre ruedas. El pavimento de las calles queda reluciente. ¿Cómo sería antes cuando las calles eran empedradas?


Aparecen entonces los monaguillos, y la multitud hace silencio. El del centro lleva la Cruz Alta, el símbolo de la participación de la Iglesia en los desfiles de Semana Santa. Lo acompañan otros monaguillos, según la noche, con campanilla o con matraca.


Varias decenas de metros después de los monaguillos, aparece la banda de guerra, con el “tambor mayor” a la cabeza. Una mirada implacable alcanza a escaparse a duras penas bajo el borde del casco, ladeado sobre la cara y templado por el barbuquejo. El “tambor mayor” es un hombre erguido, alto y delgado, y resulta evidente el control que ejerce sobre el resto de la banda: no hay cabriola inútil de su bastón, ni arabesco que, por deslumbrante, resulte innecesario.

De un tiempo para acá, en los instrumentos de percusión se han incluido las marimbas, que el Martes, el Miércoles y el Sábado tocan, con ritmo marcial, bambucos y tonadas de Los Beatles. Todos los integrantes de la banda avanzan l-e-n-t-a-m-e-n-t-e, con un imperceptible bamboleo, con la misma cadencia. Durante los pocos paréntesis en que deja de tocar la banda, el silencio se vuelve agobiador, irresistible, denso. El sonido que producen al caminar los alumbrantes y los crujidos de las andas se amplifican.


Pasa un poco más de media cuadra entre el último corneta de la banda y la aparición del primer paso. Al principio de las procesiones siempre van los pasos más livianos (San Juanes, Magdalenas y Verónicas), llevados por lo general por cargueros principiantes.

Uno de los regidores que dirigen la procesión, se acerca para algún comentario breve a los cargueros. Está vestido con frac y corbatín blanco, y lleva en la mano una cruz delgada de madera, con la pata muy larga. Esa cruz y la alcayata, cruzadas sobre una coronita de violetas, como la que portan todos los personajes humanos en la procesión del Viernes Santo, conforman el símbolo de la Junta Permanente Pro-Semana Santa, una autoridad “civil” responsable de todo cuanto concierne a la organización de las procesiones.




Durante varios días los andenes quedan resbalosos por la cera de cirios de alumbrantes y alumbrantas.

Durante los pocos paréntesis en que deja de tocar la banda, el silencio se vuelve agobiador, irresistible, denso. El sonido que producen al caminar los alumbrantes y los crujidos de las andas se amplifican. Desde varias cuadras atrás llega el eco de la coral Pabón del Orfeón Obrero entonando el “De Profundis”, el “Miserere” y el “Stabat Mater”: la gente joven del común, que hoy no sabe de letras en latín, dice identificar a lo lejos el sonido perezoso de las cinco vocales: áaaaa, éeee, íiiiiii, óooo, úuuu.

En la Semana Santa de 2010 aparecen por primera vez mujeres regidoras y... ¿cómo se dirá? ¿tamboras mayoras?... en las bandas.
La orquesta del Conservatorio de Música de la Universidad del Cauca
Imposible ver este 'combo' sin recordar al armonioso profesor Diago

Los cargueros desfilan ataviados con túnicas de algodón color azul oscuro, que reciben el nombre de “túnicos” y se ciñen la cintura con un cordón o “cíngulo” y un paño blanco del que cae una cascada de preciosos bordados. El atuendo general recibe el nombre de “animasola”.

La alumbrada es una excelente oportunidad para el gallinaceo.

La cabeza se la cubren con un gorro o capirote de la misma tela, pero cargan con la cara descubierta desde 1841, cuando a raíz de que los generales José María Obando y Juan Gregorio Sarria, que se hallaban “enguerrillados” en franca rebelión contra el gobierno, bajaron de incógnito a cargar en el paso de la Virgen de Los Dolores de la procesión del Martes Santo, y el entonces Gobernador del Cauca prohibió que de allí en adelante los cargueros anduvieran con la cara tapada.


Precediendo al primer paso con la imagen de Nuestro Señor Jesucristo (el Señor del Huerto, la Oración o el Santo Cristo, de acuerdo con la noche) llega la primera “sahumadora”.

De aquí en adelante, antes de cada paso con la imagen de Cristo o de la Virgen, vendrán otras sahumadoras vestidas de “ñapangas”, nombre con que antiguamente se denominaba a las muchachas del pueblo.

El olor a incienso evoca en el sistema límbico de los popayanejos semanasanteros, las más profundas y comprometedoras emociones. Las procesiones son olores: el del incienso y el sahumerio. El olor a cera de laurel de los hachones. El olor a guardado cuando, llegado el momento, se abren los arcones para armar los pasos. El olor a naftalina del frac prestado de los regidores. El olor de los curas, que evoca el temor que de niño daba acercarse a la ventanilla del confesionario. El olor a sudor, a túnico empapado, el olor a cabuya de los alpargates. El olor a gente, a pueblo, a devoción, a soldado...

Un “moquero” de corta edad, vestido igual que los cargueros, aprovecha para encender con una vara larga los cirios que se hayan apagado y para recortarles los “mocos” a las velas, con una como cuchilla en esa misma vara.



En cada una de las procesiones desfila el párroco de la iglesia de donde sale.

Por el caminar elegante y el ritmo parejo de los cargueros, por la manera imperceptible de mecerse la imagen, y por el sonido armónico con que crujen las andas, se sabe que el paso viene bien cargado. Los buenos cargueros deben darles a los espectadores la falsa impresión de que el paso no pesara. Un carguero haciendo alarde de fuerza exagerada, “doblado” bajo el barrote o “colgado” en medio de cargueros más altos, anuncian un paso “mal acotejado”.

Cuenta don Pedro Paz que antes las sahumadoras no eran niñas disfrazadas, sino ñapangas auténticas, y que desfilaba una sola sahumadora por noche. Los vestidos de ñapanga, réplica exacta de los originales, están conformados por una falda de bayeta, un paño de lana apretada de agresivos colores, una blusa de encajes obligatoriamente elaborada a mano, que lleva en los bordes una cinta que hace juego con el color de la falda; alpargate suelto (distinto del de los cargueros que se lleva amarrado); un pañuelo de algodón también bordado, agarrado a la cintura de la falda; una cinta en cada trenza y una tercera a manera de balaca; aretes largos de filigrana de oro con corales rojos (que también eran característicos de las ñapangas) y adherida a la garganta con una cinta negra, una cruz también de filigrana de oro, que lleva en el joyero familiar varias generaciones.”




Tras los soldados que cierran la procesión, el gentío se arremolina nuevamente. Hay quienes corren a esperar la procesión en otra parte, para volver a ver cargando al novio, al pariente o al amigo, o a la niña de los ojos que va de sahumadora, llevando una cinta en el Sepulcro, o simple y devotamente como alumbranta.

Pasadas las once de la noche, los pichoneros esperan la llegada de los pasos a una o dos cuadras de la iglesia y los distintos personajes que han participado en el desfile se dispersan. Los cargueros y los síndicos desarman cuidadosamente los pasos y guardan los ornamentos en baúles hasta el próximo año. Las imágenes retornan a los altares con su traje “de diario”. El Martes siguiente arranca la Semana Santa “chiquita”, una réplica exacta de las procesiones grandes, en donde los pasos a escala son cargados por niños herederos de la tradición popayaneja, y en las cuales también, todos y cada uno de los personajes humanos, tienen su réplica. Así se logra demorar un poco el final inevitable de la Semana Santa. Aplazar esa espera de 360 días que tarda la luna en llegar a ese punto del cielo en el cual, según la Iglesia, comenzará formalmente la próxima Semana Santa y Popayán volverá a convertirse, durante siete días, en ese fenómeno extraño, íntimo y profundo, que no resulta fácil de describir ni de entender con palabras.