María Alejandra Cárdenas, que debe tener como siete
años, estaba llorando. Yo también estaba llorando, pero me acordé del
telescopio y de que quedaban menos de cuatro minutos para que terminara la
fase total. Entonces corrí hacia el aparato, volteé el ocular que había estado
proyectando el disco del Sol sobre una pequeña pantalla de papel, montada al
fondo de una caja de madera de fabricación artesanal, me sequé los ojos y
apunté directamente el tubo a la lengua de fuego de color rosado que brotaba
del polo sur del disco solar.
Era el pasado 11 de Julio. Yo debía haber estado en
esa fecha presentando un trabajo en la Universidad de California, en Los
Angeles, pero, para ser franco, cuando supe que habían surgido problemas de
última hora para financiar mi asistencia por parte de la Fundación Fulbright,
no hice esfuerzo alguno para que se solucionaran: sabía que se trataba
-cuestión de jerarquías y de prioridades- de cambiar una visita a Los Angeles
por una entrevista personal con Dios. Por la posibilidad de mirar a Dios cara a
cara, como lo estaba haciendo en ese momento, desde la cancha de fútbol de San
Nicolás, una vereda de población negra del municipio de Caloto, en la zona
norte del Departamento del Cauca, como a una hora y media de camino desde
Popayán.
Habíamos llegado allí en busca de un agujero entre
las nubes que nos permitiera ver el eclipse solar. Una tenue -pero en ese
momento cruel, impertinente y malévola- llovizna se dejaba caer sobre nosotros
mientras, detrás de las tupidas nubes, la Luna había comenzado a ocultar la luz
del Sol. En algún momento, cuando se agudizó la lluvia, volvimos a desmontar el
telescopio y a guardar en la bodega del carro nuestros aparejos de teología
experimental.
El escenario de los acontecimientos
Cuando sucedió: cesó la llovizna y las nubes se adelgazaron lo suficientemente como para que pudiéramos ver el Sol mordido por la Luna a través de los filtros para soldar. Entonces volvimos a armar sobre sus trípodes el telescopio y la caja de madera, y sobre la pantalla de papel mantequilla apareció el disco semioculto por la silueta aserrada de la sombra lunar.
Allí estábamos, absortos frente a la pantalla de
fabricación artesanal: treinta viajeros -17 adultos y trece niños- más toda la
vereda de San Nicolás.
La Luna avanzaba, firme y lenta, sobre el territorio
del Sol, un cadejo cada vez más menguante pero cuya luz, aparentemente, no
perdía mayor intensidad. Hasta que del Sol no quedó más que una pequeña uña de
bebé recién cortada, que brillaba como una esquirla verdosa a través de los
vidrios de soldar.
Entonces ocurrió el gran salto: de la acumulación
cuantitativa a la revolución cualitativa, del todo a la nada, y de la nada a
un nuevo todo, pero total, radicalmente diferente. Fue como si en una fracción
de un instante se apagara la luz. Y como si simultáneamente, en la oscuridad,
se encendiera la corona solar: un disco rosado y vivo, cuya llamas se podían
ver bailar a simple vista, como espermatozoides asediando un gran óvulo
estelar.
Fue también entonces cuando los grillos comenzaron a
cantar y las gallinas se echaron a dormir, como sombras tridimensionales sobre
la cancha de fútbol de San Nicolás.
Y fue allí, mientras unos aplaudían y otros gritaban
y otros miraban mudos y absortos y otros llorábamos y las gallinas dormían su
noche fugaz, cuando todos sin excepción agradecíamos la posibilidad de estar
vivos, y de tener ojos para mirar, y de ser capaces de sentir el eclipse con
toda la superficie de la piel erizada, y de poder guardar en cada célula la
sensación del frío súbito y la oscuridad de lámina de plomo que se apoderó del
cielo, y el recuerdo del atardecer-amanecer equivocado y global.
Durante un poco más de cuatro extraños minutos los
relojes parecieron encallar en un pliegue oscuro del espacio-tiempo.
Descendieron los termómetros, y donde el cielo estuvo totalmente despejado,
los planetas se hicieron visibles y las estrellas comenzaron a brillar.
Horas más tarde, nosotros, que nos habíamos reído
del desconcierto de las gallinas y los loros, comenzamos a sentir la pesadez
nublada del trasnocho que se junta sin intervalos con la madrugada: un
cansancio inexplicable y denso, una tristeza larga del cuerpo, un sabor de
alegría y de derrota, de plenitud y de vacío', de muerte y de vitalidad. Una
como impotencia frente a la fugacidad de los instantes vividos, una
imposibilidad absoluta de prolongar un orgasmo que hubiéramos deseado más largo,
más duradero, más permisivo en términos de habernos podido entregar todavía
más, con todos los sentidos, a esa conciencia de estar vivos, de existir... Una
certeza de mortalidad. De que nuestro paso por la conciencia de la Tierra es
único, singular e irrepetible, pero lo suficientemente largo como para sentir
con la piel y con las vísceras, cuando miramos al Universo Cara a cara, que
somos una parte inseparable del Todo, al tiempo qué contenemos, en nosotros
mismos, la aterradora, cambiante, inescrutable y profunda inmensidad de lo
sagrado.
Popayán, Julio 21 de 1991
Eclipse total de Sol del 2 de Julio de 2019
Eclipse total del 21 de Agosto de 2017
Al final aparecen este mismo artículo y los links a dos eclipses lunares, uno de ellos tambièn con fotos de José María Arboleda Castrillón
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