En 2006 Santiago Mutis me hizo el honor de invitarme a escribir esta Presentación para la edición de "La inteligencia de las flores" que en ese momento estaban preparando la Fundación Domingo Atrasado y el Taller de Edición Rocca. Esa edición del libro se publicó en Bogotá en Diciembre 2007
“PROEMIO DE LOS EDITORES”
“LA INTELIGENCIA DE LAS FLORES” es un libro pagano, en el mejor
y más profundo y vital sentido de esa palabra, cuya etimología, del latín: pagus, quiere decir “campo”.
Esta, al igual
que otras de las obras de Mauricio Maeterlink (1862-1949), un abogado belga
que dejó de lado la profesión para dedicarse a la escritura, bien puede
considerarse uno de los libros sagrados
de ese nuevo paganismo panteísta que identifica a Dios con la Naturaleza, y que
considera la inteligencia humana como una de las múltiples expresiones de una inteligencia
difusa que también se expresa en otros seres y en otros procesos.
Y sí: la obra
es “moralista”, como afirman algunos de sus estudiosos, por cuanto propone
implícita y explícitamente una posición ética –incita a asumir un compromiso
ético- frente al fenómeno de la Vida, del cual también los seres humanos somos
parte. Posiblemente no haya sido accidental que este libro se hubiera publicado
por primera vez en inglés con el título “Life and Flowers” (“La Vida y las
Flores”) que, en mi concepto, describe mejor que el original las pretensiones y
los alcances del texto.
Hoy diríamos
que ese nuevo paganismo es “deep ecology”: “ecología profunda” que precisamente
busca la comprensión de la esencia de los procesos del cosmos y nuestra
identificación con esos procesos, de lo cual se deriva necesariamente una ética
de reverencia práctica hacia la vida
en todas sus escalas, manifestaciones y formas.
No en vano los
críticos definen la obra de Maeterlinck como una fusión de misticismo y
simbolismo, en la cual “describe objetos inanimados, bosques, cuerpos de agua,
cavernas, castillos o piedras preciosas, pero de las cosas vivas ve
fundamentalmente el alma, mientras los cuerpos se convierten en realidades nebulosas”
que de alguna manera constituyen condensaciones
–diría yo- de lo que este autor denomina “lógica de la vida”.
Las comillas anteriores
corresponden a un extenso ensayo del inglés Edward Thomas (publicado en Londres
en 1911, cuatro años después de que apareció "L’Intelligence des Fleurs"
y tres antes de que Montaner y Simón publicaran en Barcelona la edición que hoy tengo en mis manos, que me regaló mi abuelo cuando yo debía tener quince años,
de la que tomo prestado el título de esta nota introductoria), ensayo en el que
afirma el autor que el objetivo de Maeterlinck es “reconciliar la Ciencia con
la Poesía, una reconciliación que durante muchos años hemos discutido,
avizorado, cuestionado y deseado”.
Dice también
Thomas que “Maeterlinck es el primer ‘místico’ en aparecer en la era de la
ciencia; y de verdad que es el más importante en la medida en que
verdaderamente pertenece a esa era.”
Quizás uno de los más contundentes ejemplos
contemporáneos que tenemos a mano, de esa expresión poética y mística del
conocimiento científico, es el “Cántico Cósmico” de Ernesto Cardenal, que extiende
su exploración de esa misma “Inteligencia Natural”, de ese “Genio Universal” (“el nombre poco importa” dice
Maeterlinck) hasta los mundos de los quarks y las remotas galaxias, aunque sin
descuidar la escala macro que
compartimos los humanos con los élitros de las libélulas y con las flores.
Lo cierto es que Maeterlinck describe, en un lenguaje deliberadamente
poético, una cantidad enorme de conceptos y procesos que las ciencias naturales
conocen y también explican con sus propias palabras. Si los ortodoxos se
molestan por la antropización de esos
conceptos, que nos acepten por lo menos que la poética de Maeterlinck está
compuesta por metáforas afortunadas y funcionales, que nos permiten a los legos
entender y aprehender los fundamentos de esa “mecánica floral que funciona
desde hace millares de años”, e identificarnos vitalmente con ella.
Más aún: nos permiten hacerlo sensorial y, si se quiere, sensualmente, logro que rara vez alcanza
la fría y distante “objetividad” de las especializaciones y de los lenguajes
científicos. A través de esas metáforas sentimos que nosotros también somos
expresiones tangibles de los procesos de la vida.
Así como, con una buena dosis de sarcasmo hacia la
ignorancia de la Naturaleza que ostentamos los seres urbanos, afirma Maeterlinck
que “no hay nadie, por poco rústico que sea, que no conozca la buena Salvia”,
así mismo podemos afirmar que no hay nadie, “por poco rústico que sea”, que no
resulte tocado y atraído por esas
metáforas, y que no perciba -aunque sea- una mínima resonancia con la
inteligencia de las flores.
Por ejemplo, a las que en un texto de biología aparecerían
como “estrategias adaptativas”, las llama “las razones de la planta” o
“invenciones curiosas del genio de la flor”; o para referirse al concepto de
“coevolución” que denota la evolución conjunta entre los seres vivos y su
entorno (y en este caso particular entre los insectos y las plantas, esos
“seres nerviosos”), tras explicar la morfología de una orquídea, afirma
Maeterlinck que se trata de "una flor que conoce y explota las pasiones de los
insectos”.
Y agrega: “No es posible pretender que todo esto no son
más que interpretaciones más o menos románticas; no, los hechos son de
observación precisa y científica, y es imposible explicar de otra manera la
utilidad y la disposición de los distintos órganos de la flor. (…) Las flores
precedieron a los insectos en la tierra; por consiguiente, cuando aparecieron
éstos, aquellas tuvieron que adaptar a las costumbres de esos colaboradores
imprevistos toda una maquinaria nueva.”
Ese paganismo panteista, que a su vez es también un
profundo humanismo, está presente o subyace en muchísimos socialistas utópicos como Robert Owen, Charles Fourier y Pierre
Leroux, al que algunos biógrafos
presentan como “anarquista cristiano”, mientras otros afirman que “expuso su
teoría de un deísmo nacional para
reemplazar a las religiones cristianas”.
Maeterlinck encarna ese humanismo cuando afirma que el hombre
es “el ser por quien pasan y en quien se manifiestan más intensamente las
grandes voluntades, los grandes deseos del Universo”. Y Leroux lo extiende a la
búsqueda de “soluciones prácticas” para problemas que si bien ya se avizoraban en
el siglo XIX, en el XXI han alcanzado una gravedad más que dramática. Decía
Leroux, por ejemplo, que “el hombre está en posición de satisfacer sus
necesidades cuando hace sus necesidades
(…) porque es imposible pensar que Dios haya podido crear un ser que no
fuese en absoluto reproductor de su subsistencia por el efecto útil de sus
secreciones para otros seres.”
Claro: ni
Leroux ni Maeterlinck hablan de “dioses inaccesibles, sino de voluntades
veladas y fraternales.” Si hubieran hablado “colombiano”, para ellos, Yahvé habría
sido “yavería”.
En momentos
como el actual, cuando las dinámicas de la Tierra hacen cada día más evidente
el efecto de las decisiones políticas sobre procesos como el clima, y más
específicamente como el calentamiento global (cuyo análisis hubiera pertenecido
antes de manera exclusiva a las ciencias naturales), y cuando los estudios
científicos y los avances tecnológicos tienen cada día más implicaciones
políticas, casi que se vuelve obligatorio volver al pensamiento de contemporáneos
de Maeterlinck como el geógrafo francés Eliseo Reclus (1830-1905) o como el también geógrafo
Príncipe Kropotkin (1842–1921) o, más atrás, como el barón Alexander von
Humboldt (1769–1859), para quienes simplemente resultaba inconcebible separar la
naturaleza de los seres humanos que formamos parte de ella.
“La
geografía como metáfora de la libertad”, el título de una recopilación de escritos
de Reclus publicado a finales de la década pasada [1],
resume de manera perfecta la esencia de ese pensamiento que también se reconoce
a sí mismo como “geografía radical” o “geografía anarquista”. ¡Cómo hubieran gozado
con Google Earth estos geógrafos
libertarios del siglo XIX!
La excelente
iniciativa de Santiago Mutis de incluir “LA INTELIGENCIA DE LAS FLORES” en la colección “Señal que
Cabalgamos”, me exonera de la tentación de transcribir más apartes de esta obra,
en cada una de cuyas páginas, en palabras de Edward Thomas que develan la
fractalidad de la misma, “se encuentra alguna frase capaz de sugerir todo el
libro”.
Me tomo, entonces,
el espacio que queda, para recordar que Alfredo Bryce Echenique relata en el
primer tomo de sus “Antimemorias” que, habiendo querido hacer su tesis para
obtener el título de Doctor en Letras sobre el autor de un libro que desde
París recordaba haber visto cuando niño en el escritorio de su abuelo, adelantó
una exhaustiva investigación y posterior disertación sobre Henry de Montherlant (un “cavernario, un canalla y un misógino”, según comentario
que le hiciera Vargas Llosa), para darse cuenta años después de que realmente
el escritor favorito de su abuelo era Mauricio Maeterlinck y no ese otro.
En
una entrevista con la periodista Cecilia Valenzuela sobre ese episodio, dice
Bryce que “yo amaba a mi abuelo que había fallecido, y leer los libros que él
leía es una forma de revivirlo”.
Pues bueno: yo conté al principio que la
edición de “LA INTELIGENCIA DE
LAS FLORES” que volví a leer para escribir este “Proemio”, fue
un regalo de mi abuelo materno cuando yo tenía por ahí unos quince años. Yo no
la había vuelto a abrir desde ese entonces, a pesar de que la he cargado
conmigo en múltiples trasteos.
Ahora,
releyéndola, me doy cuenta de que si yo soy como soy –o si veo el mundo tal como
lo veo… que viene a ser más o menos lo mismo- en gran medida se debe a que ese
libro cayó a mis manos en esa edad cuando todavía está blandito ese barro de que estamos amasados los seres humanos. El
mismo que, en palabras de Maeterlinck, hace que “estemos bien en nuestro lugar
y en nuestra casa en este universo amasado con substancias desconocidas; pero
cuyo pensamiento es, no impenetrable y hostil, sino análogo o conforme al
nuestro.”
De ese
pensamiento está hecha “LA INTELIGENCIA DE
LAS FLORES”.
Gustavo
Wilches-Chaux
Lima - Bogotá,
Diciembre de 2006
[1] Daniel Hiernaux-Nicolás. La
geografía como metáfora de la libertad. Textos de Eliseo Reclus. Centro de
Investigaciones Científicas Tamayo/Plaza y Valdés editores, México, 1999
Todas las fotos que ilustran este artículo fueron tomadas en la Exposición Nacional de Orquídeas que tiene lugar hoy en el Jardín Botánico de Bogotá
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1 comentario:
Siempre Genial !
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